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EL FANTASMA DE DON JUAN
RAJLIN Beatriz
Jacques Lacan nos enseña a estudiar los personajes de un drama
como si fueran otras tantas encarnaciones de los personajes interiores,
y con ese espíritu nos dirigimos a la literatura. Los poetas se
nos adelantan en la percepción del sujeto del inconsciente tal
como lo establecieron Jacques Lacan y Sigmund Freud.
El personaje de Don Juan es un ejemplo princeps de un fantasma fundamental
en la constitución del sujeto femenino en su camino a la femineidad.
El mito de Don Juan nos llega desde el Siglo de Oro Español.
Tirso de Molina lo presenta bajo el título: El burlador de Sevilla
y el convidado de piedra. Uno de los más felices inventos de la
literatura no escapó a que cada época le impusiera distintos
desenlaces. Esto se debe a que en cada época el valor otorgado
al deseo va a imponer las condiciones del amor.
El Don Juan de Molière (S.XVII) es descarado y atropellador, frío
y cínico, libertino y blasfemo. Este "desposador a cuatro
manos", es capaz de colocar la palabra pero no sabe nada del valor
de la palabra empeñada. Empeñarla tiene sus efectos como
pacto simbólico, y romperla tiene consecuencias. La fidelidad de
la mujer implica a todos los hombres, y la fidelidad del hombre implica
a todas las mujeres. El todos no es un número, es una función
universal inscripta simbólicamente en el sujeto.
En el siglo XVIII. Da Ponte propone a Mozart retomar el personaje. Escribe
un hermoso texto Don Giovanni ossia il Dissoluto punito, y se lo entrega
en el año en que Mozart atravesaba el duelo por la reciente muerte
de su padre.
Tal vez sea el más logrado para la sensualidad supuesta en el fantasma.
Se guía por los sentidos: olfato, gusto y tacto. Es el "odor
di femina" que le pasa cerca sin importarle quien lo lleva.
El psicoanálisis dice que el mito del Don Juan es un fantasma
femenino, nos trae la figura de un hombre al que no le falta nada. Pura
imagen de un padre en tanto no castrado. Don Juan está ligado a
la aceptación de la impostura: es el objeto absoluto, siempre está
allí en el lugar del Otro, siempre listo, sustentando el falo como
significante de la potencia de la generación.
Si para la mujer la femineidad la lleva a sentirse ser verdaderamente
el objeto en el centro de un deseo, con el fantasma de Don Juan la histérica
escapa al deseo.
El fantasma del Don Juan es el anhelo en la mujer de una imagen que juega
su función fantasmática: hay un hombre que lo tiene, el
falo, y mucho más. Él lo tiene siempre, no puede perderlo.
La posición de Don Juan en el fantasma implica que ninguna mujer
puede tomárselo, que no puede perderse con ninguna mujer
El mito del goce de todas las mujeres designa que no hay todas las mujeres.
No hay universal de La mujer.
El ser sexuado de estas mujeres no-todas no pasa por el cuerpo, sino por
lo que resulta de una exigencia lógica en la palabra. El gran Otro
que se encarna como ser sexuado exige este una por una.
El Don Juan es el otro sexo, el sexo masculino para las mujeres. A partir
de que hay nombres se puede hacer una lista y contarlas. Si hay Mille
e tre es porque se las puede tomar una por una.
En el mito freudiano de Totem y Tabú el padre era el poseedor de
todas las mujeres. Después del asesinato del padre primordial surge
la hermandad y el pacto con su consecuencia fundamental: se acuerda entre
todos la prohibición del incesto que funda la cultura y las estructuras
de parentesco.
Y a partir de ahí, el padre será objeto de amor y en consecuencia
de identificación. Si era el que tenía todas para sí,
la hija se verá incluida en la serie, y aloja en su fantasma un
hombre que tiene la potencia permanente, al que no le falta nada, que
no pierde nada, a quien nadie se lo puede quitar.
Aquel que goza de todas las mujeres, sólo es concebible por la
imaginación.
Lo que la mujer ve en el homenaje del deseo masculino es que ese objeto
pasa a ser de su pertenencia. Eso quiere decir que no se pierde. Para
la mujer la reivindicación que la funda no tiene otro recurso que
imaginar que ese real se les debe.
Para tener acceso a la femineidad a la histérica le será
necesaria la asunción de su propio cuerpo a condición de
aceptarse a sí misma como objeto de deseo del hombre. Y es porque
ella no puede acceder a la femineidad que su misterio se le impone. Aceptarse
como objeto del deseo implicará el reconocimiento del complejo
masculino como portador del pene. Y por lo tanto, que ella pueda ubicarse
en su punto de privación es aceptar colocarse en ser el objeto
en el centro de un deseo.
Tras el fantasma del Don Juan la histérica se aleja de la femineidad.
El psicoanálisis enseña que hay un fantasma masculino, el
del masoquismo femenino. La mujer se adecua a ese fantasma que él
le ofrece. El sacrificio femenino no constituye un don, sino que es la
manera de atrapar al otro en las redes de su deseo.
La Zerlina de Da Ponte nos muestra cómo para recuperar a su marido,
que estuvo a punto de ser engañado, se ofrece a su castigo a fin
de recuperarlo para el deseo.
Se trata de otra cosa que de una pequeña acrobacia erótica.
La estructura que hemos enunciado hace surgir el espectro del don. Es
porque no tiene el falo que el don de la mujer toma un valor privilegiado
en cuanto al ser, se llama el amor, es el don de lo que no se tiene.
Llegando al siglo XIX de España, de ideología romántica,
José Zorrilla retoma el tema en su Don Juan Tenorio. El romanticismo
mantiene unidos el amor y la muerte. Al creer en la muerte por amor, el
amor es una fatalidad.
En la relación amorosa la mujer encuentra un goce; en efecto, lo
que da bajo la forma de lo que no tiene es también la causa de
su deseo. Ella deviene lo que crea de manera totalmente imaginaria, justamente
lo que la hace objeto, tanto que en el espejismo erótico ella puede
ser el falo, serlo y a la vez no serlo; eso que da por no tenerlo deviene
la causa de su deseo. Sólo a causa de esto la mujer ciñe
de manera satisfactoria la conjunción genital, pero en la medida
que provee el objeto que no tiene, no desaparece en ese objeto.
En la sexualidad femenina juega, conforme a la experiencia eterna, un
rol eminente la mascarada, a saber la manera en que usa un equivalente
del objeto fálico, lo que la hace desde siempre la portadora de
alhajas.
La mujer da al goce la máscara de la repetición, se presenta
como institución de la mascarada y enseña a su pequeño
a pavonearse. La relación del hombre con su objeto está
borrada para él, al precio de la aceptación de su impostura
radical. El prestigio de Don Juan está ligado a la aceptación
de esa impostura.
DON JUAN París
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