LO QUE SE OCULTA AL SUJETO Y EL PACTO SAGRADO CON EL GRAN OTRO

PORTELA MAGALHAES Antonia


Empiezo por el engendramiento del sujeto, es decir, por su manera de constituirse, que revela la estructura del inconsciente. Quiero, así, situar una diferencia que hay entre aquello mismo que está como destino, en relación a la manera como el sujeto se estructura, y las vueltas que se necesita dar, discursivamente, en un análisis, para que esto mismo que está, por estructura, como destino, y que lo constituye, en cuanto trazo, pueda venir a situarse con otro trazad.

En principio, quiero situar un pacto, que se establece con el Otro, por lo tanto, pacto simbólico, que constituye el fondo de todo el drama humano. Este pacto está situado por haber conexiones y nudos, en él establecidos, donde los seres humanos están conectados entre sí por compromisos que determinan su lugar, su nombre y su esencia (Lacan, Sem. II).

Ocurre que este pacto respecta también a hacer un encubrimiento de la verdad, que puede ser situado en términos de lo que se vela y se desvela, de lo que se muestra y se esconde, de lo que se roba y se denuncia, de lo que se posee y se desposee, de aquello que se hace secreto y de aquello que se revela... Lacan, cuando trabaja el cuento de Edgar Alan Poe, La carta robada, sitúa de manera rigurosa este juego entre los personajes, según las diferentes posiciones que ocupan, o sea, lo que él nos da es como el inconsciente, en lo que respecta a la carta, con todas sus consecuencias, a cada momento del circuito simbólico, le vuelve al hombre un otro, de acuerdo con la posición que ocupa en relación a la carta, en cuanto significante.

En su escrito, La carta robada, Lacan señala dos escenas principales que se desdoblan, además de las escenas accesorias: la escena de la carta robada y la escena de la carta recuperada.

En la escena de la carta robada, la Reina echa la carta sobre la mesa con indiferencia, para que el Rey no se dé cuenta de la presencia de la carta. En este caso, la Reina juega con la ceguera del Rey. En este momento, entra el Ministro, hombre de alta estirpe, que posee la confianza del Rey y de la Reina y que sorprende a la Reina en su embarazo, intentando disimular, para su pareja, la presencia, sobre la mesa, de este algo, que es la carta: carta en la que el Ministro discierne, inmediatamente, el sobrescrito y el sentido – se trata de una correspondencia secreta. El Ministro, con su vista de lince, nada pierde de este movimiento y saca del bolsillo una carta semejante, la manosea y la tira negligentemente sobre la mesa. Luego, aprovechándose de la desatención del personaje principal, el Rey, él le toma la carta a la Reina, la pone en su bolsillo, sin que la Reina haya perdido un sólo detalle de la escena y sin que nada pueda hacer, salvo resignarse a ver ir-se, delante de sus propios ojos, el documento comprometedor. La Reina pone, entonces, a la Policía en la búsqueda de la carta.

En la escena de la carta recuperada, hay un desdoblamiento de la primera escena de la carta robada, y hay además otro desdoblamiento, que tiene que ver con el hecho de que Dupin, al encontrar la carta, no la reanuda inmediatamente; hay, por lo tanto, un intervalo. A Dupin lo buscó el Jefe de Policía, que quería consejos sobre como actuar. Lo que Dupin le dice al Jefe de Policía es que siga buscando, aunque la Policía busque en redondo, puesto que se creó para nada encontrar. En este intervalo, en el caso de los dos encuentros con el Jefe de Policía, Dupin va a la casa del Ministro, donde ve la carta, allá, donde ella está, en el piso del Ministro, en el lugar más evidente, justo a la vista, al alcance de la mano, aunque disfrazada. El disfraz consistió en redoblarla para el otro lado, el revés por el derecho. Puso, además, en el lugar de la letra alargada del nobre, una letra femenina, que dirige la carta al propio Ministro. La letra femenina le da a la carta un efecto de feminización sobre aquél que la detiene, en el caso, en esta segunda escena, el Ministro. Esta transformación de la carta es algo que respecta al comportamiento subjetivo del mismo Ministro.

Lacan, en este escrito, dice que este efecto de feminización brinda un efecto de ilusión; ilusión que vela la verdad, puesto que sólo en relación a la verdad puede haber algo escondido; entonces, no es la carta que está escondida, sino la verdad. Esta dirección, con la escrita femenina muy fina, se vuelve la del propio Ministro, bien como el sello, pasando del rojo de la pasión, que era el sello anterior, al negro de sus espejos; hace con que pase la marca para la del mismo Ministro: exactamente así, introduce una singularidad en la carta, la de estar marcada por el sello de su destinatario. Esta invención que hace el Ministro, ahí, es espantosa y está fuertemente articulada en el texto del cuento; sin embargo, dice Lacan, enseguida, que, no está señalada, ni siquiera por Dupin, en la discusión a la cual él somete la carta. Hay, por lo tanto, una omisión, intencional o voluntaria, que sorprende en la composición de una creación cuyo rigor observamos: la carta, la que el Ministro direcciona a sí mismo, es la carta de una mujer, como si fuera esto una fase por la cual tuviera que pasar una conveniencia natural del significante. Esto es significativo en los dos casos.

Dupin ve la carta. Por el aire de negligencia del Ministro, que llega incluso a parecer languidez, todo parece arreglado para que el personaje, en el que todos los propósitos ciñieron con los rasgos de la virilidad, emane, cuando él aparezca, el más singular olor de hembra. Dupin, entonces, sólo ve la carta porque el mismo Ministro le entrega su secreto, puesto que la carta se expande como un inmenso cuerpo de mujer por todo el despacho del Ministro, así como fue la Reina, que, en realidad, señaló la carta al Ministro.

Dupin, a su vez, ve la carta y no la recupera inmediatamente. Hay, aquí, un otro desdoblamiento, en dos momentos: el momento en que él ve la carta, que he comentado, y el momento en que él toma la carta. Para coger la carta, Dupin vuelve, el día siguiente, después de haber preparado una trampa y una otra carta, para sustituir la carta robada, burlando, así, al Ministro. En la trampa que prepara, consigue a alguien para dar un tiro delante de la casa del Ministro, haciendo con que éste vaya hacia la ventana para ver lo que ocurrió. Mientras tanto, Dupin coge la carta y pone, en su lugar, la que él había preparado, con los siguientes decires: un desígnio tan funesto, si no es digno de Atreu, lo es de Tiestes.

El Jefe de Policía vuelve para hablar con Dupin, puesto que la policía sigue buscando para nada encontrar, pues, para ella, la verdad no tiene importancia; para ella, sólo existe la realidad. Dupin ya tiene la carta y, así como la Reina y el Ministro que también detuvieron la pose de la carta, también se calla. Esto significa que la verdad sigue paseando. Los tres se callan, en tiempos distintos, pero se callan en cuanto portadores de una carta que amenaza el pacto fundamental. La Reina se calla porque la carta contiene una verdad que no le conviene publicar; el Ministro se calla, y nada hace, sobre el conocimiento que tiene él de esta verdad sobre el pacto, porque el poder que la carta le puede conferir consiste en el hecho de que él sostiene la carta en la indeterminación, por esto no le da ningún sentido simbólico y juega con una fascinación recíproca entre la Reina y él, relación dual entre amo y esclavo. Y, por cierto, Dupin, por detener la carta, debe también estar bien aturdido, pues, ¿con quién podría él hablar? Dupin menciona al Jefe de Policía, que lo busca una segunda vez, los honorarios, que no serían menospreciados. El Jefe de Policía se dispone inmediatamente a pagarlos y, entonces, Dupin le dice que la carta está en su cajón. Recibe el dinero y sale de escena.

La historieta médica sobre honorarios, la cual Dupin le cuenta al Jefe de Policía, sirve como trasfondo para aclarar sus motivos, lo que le permite salir de escena: él recibe el dinero y se va. Dice Lacan que también los analistas están todo el tiempo sirviendo de portadores de todas las cartas robadas del paciente y que también cobran más o menos caro. Si nosotros, los analistas, no cobráramos, entraríamos en el drama de Atreu y de Tiestes, que es el de todos los sujetos que confían su verdad al analista, una vez que les van a contar; si no cobráramos, entraríamos en el ámbito de lo sagrado y del sacrificio, puesto que el dinero no sirve sencillamente para comprar objetos, pues los precios que, en nuestra sociedad, son calculados lo más exactamente posible, tienen como función, según Lacan, amortiguar algo infinitamente más peligroso que pagar en dinero. Esto nos enseña dos caminos, es decir, que, al tiempo que pagar en dinero ya es bien más que comprar objetos, en el sentido del pacto simbólico, es, también, lo que puede además dejar fuera algo que sería peligroso y que sería deber algo a alguien.

Las escenas tienen siempre cuatro personajes principales, siendo que la carta es siempre el cuarto, que pone tres tiempos en juego, que se ordenan por tres miradas, sostenidos por tres sujetos. El primer tiempo es de una mirada que nada ve, que es el del Rey y el de la Policía; el segundo tiempo es de una mirada que ve que el primero nada ve y se equivoca, al ver cubierto lo que él esconde – es el de la Reina y, luego, el del Ministro; y el tercer tiempo es de una mirada que ve lo que ellos dejan descubierto y que es para esconder, para aquél que quiera de él apoderarse, que es el del Ministro, y lo es, luego, el de Dupin.

Quienquiera que sea él que detenga la posesión de la carta entra en el cono de una sombra, que presenta como necesaria una cuestión sobre el hecho de su destinatario: ¿a quién está destinada? ¿Al Rey, que sería a quien esto interesa? Ella acabará llegando al Rey, pero no llega como Dupin cuenta, en su historia imaginaria, es decir, que el Ministro, al perder poder, va a amenazar usar la carta y, al sacarla, será sorprendido por el hecho de que la carta ya no es la misma. No es, entonces, por esta historia imaginaria de Dupin que la carta llega al Rey. Pero ella realmente llega al Rey, puesto que el Rey es el sujeto, aunque, como Rey, no vea nada. Sin embargo, hay un hecho importante, del segundo para el tercer tiempo, en la posición de las miradas: es que el personaje del Rey cambió, en el intervalo entre estos tiempos, es decir, el Ministro, que, cambiando de lugar, se había hecho la Reina, es él, ahora, que es el Rey. Se trata de una tercera etapa, donde el Ministro toma el lugar del Rey, pero él tiene la carta: ya no la misma carta; en realidad, él piensa que tiene la carta, puesto que la carta, la pasó Dupin al Jefe de Policía, por honorarios. Entonces, la odisea de la carta no termina aquí, en la historieta imaginaria de Dupin, pues lo que ahora tiene el Ministro es una nueva forma de la carta, la que Dupin le dio, y que es un instrumento del destino, en relación al pacto con el Otro, más bien un pacto del destino que lo que Poe nos muestra, ya que, en un punto, omite.

El Ministro, que piensa que tiene la carta que no tiene, no la tiene porque Dupin la sustituyó por otra, entregándola, por honorarios, al Jefe de Policía, está ahora en la posición del Rey, aquél que no ve, pues lo que él ve es que la Policía busca para no encontrar la carta, y lo que él olvida es lo esencial, pues no cree que alguien vaya a funcionar mejor que la Policía, en el caso, Dupin.

Lo que es del destino, del pacto sagrado con el Otro, es esto que queda, según la historia de Dupin, y que, de acuerdo con Lacan, aún tiene algo de imaginario: que el Ministro, cuando desdoble el papel, leerá los versos que lo golpean, comerá a sus hijos. Esto es una versión. Y el analista también puede estar siendo pagado para esto, que tiene que ver con lavarse las manos, desaparecer de escena, como Dupin, pero poniendo el destino en juego.

Sin embargo, dice Lacan que la historia puede ser otra, aunque pueda ser también ésta, la que Dupin supone, imaginariamente. Para que la historia pueda ser otra, no sólo lectura de destino, ¿qué hace falta estar como paso? Si, por casualidad, esta carta fuera abierta, por supuesto restará sufrir las consecuencias de sus propios actos y, así como Tiestes, comer a sus propios hijos, puesto que es justamente con esto que tratamos todos los días, pues son nuestros actos que vienen a nuestro encuentro. Pero puede ser, también, que se encuentre analista y que nuestros actos, venidos a nuestro encuentro, el inmenso cuerpo femenino que se extiende por toda parte, y que sorprende a Lacan, por haber sido omitido por Poe, en su texto tan riguroso, puedan encontrar pago que no sea el de la amortización: que, para escapar al destino, se pueda desear.